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Para mí, ese aprendizaje es una sanación. La sordera ya no es un diagnóstico sobre mis padres, ya no es una desgracia: ahora es un orgullo, el lugar desde el que me quiero enunciar, es mi tierra de procedencia. Adquiero la lengua que corresponde a mi forma de percibir el mundo.
Durante mi infancia, la comunicación con mis padres es híbrida, hecha de la articulación exagerada de ciertas palabras claves, de la producción de algunos signos, de gestos inventados en el momento y de códigos caseros. Da lugar a incomprensiones, frustraciones o malentendidos.
El 90 % de los hijes de padres sordos somos oyentes (Preston, 1994). Nuestra herencia sorda es a menudo invisible y negada por la mayoría oyente. El proceso de identificación para reconocer y afirmar nuestros vínculos culturales con el mundo sordo debe ser entonces facilitado.